Por Belén Aguilera
Eran las 11 de la noche y ella corría por toda la casa con su nuevo camisón. Su padre se lo había comprado esa misma tarde. Era un camisón blanco casi transparente, de una tela suave y cómoda. En cada manga lucía un pequeño volado de color rosa que combinaba con sus medias de dormir. También tenía bordadas dos alitas de ángel en su espalda.
Lo que más le encantaba era una flor de terciopelo brillante que se encontraba en el extremo izquierdo de su camisón. Mientras corría le parecía verla volar por el aire, como si esa hipnótica flor no estuviese atada a nada, sus brillos adornaban el ambiente y todo le parecía mágico.
De pronto, sonó una canción en su mente y comenzó a cantarla en voz alta. Subió a la mesa ratona que estaba en el centro del living. Ahí, pensó ella, sus padres la podían observar con mayor atención.
La madre advirtió que su hija estaba fuera de control: -Bajate. Ella continuó cantando y bailando con mucha exuberancia. -Bajate ya mismo -repitió su madre con voz alterada.
Su padre, refunfuñando porque ese camisón no se quedaba quieto, se levantó del sillón donde estaba cómodamente sentado. Ella, suponiendo lo que él quería hacer, decidió que sería mejor bajarse y quedarse tranquila. Pero algo se interpuso en su camino, esa flor la hizo tropezar y caer bruscamente al piso. Ni siquiera pudo evitar que se desprendiera de su camisón, por intentarlo estaba boca arriba sobre una alfombra amarilla y de su rostro brotaba una mancha roja, que a medida que crecía se convertía en morada.
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