jueves, 6 de diciembre de 2007

Pateando adoquines

Por Agustina Rico, Malena Manson, Carolina Michel, Julieta Maisonnave y Florencia Morelli
Investigación periodística premiada en el 2004 por "Periodistas por un día"

"Yo nunca fui a la escuela, no tuve la posibilidad, no tengo papá ni mamá y la plata que gano es para mí y para mis tres hermanos que trabajan conmigo". Este es Gabriel, un chico de solo once años que limpia vidrios en una esquina de Juan B. Justo y Costa Rica. Estos cuatro chicos sobrellevan la vida como pueden, limpiando vidrios y perseverando, aunque la gente los maltrate, les cierre la ventanilla, o los quieran pasar por encima con el auto.
El efecto que la crisis económica y social provocó fue, entre otras cosas, la ocupación creciente de los espacios públicos, con múltiples e innovadores trabajos.
El agravamiento de la desocupación, lo que lleva a un nivel de pobreza sin límites, da lugar a una nueva clase de actividades para sobrevivir en un lugar totalmente competitivo y capitalista como es el mundo actual.
Desde cartoneros que recorren la ciudad, hasta jóvenes malabaristas que estudiaron o no para realizar sus «shows», y transitan la ciudad para poder «bancarse» los propósitos que cada uno tiene. Como por ejemplo Mayra, una adolescente de quince años que hace malabares en un semáforo de Parque Chacabuco, con el único objetivo de pagarse el viaje de egresados.
Últimamente es muy frecuente subirse a un medio de transporte público y encontrarse con una gran cantidad de vendedores ambulantes que ofrecen artículos diversos.
El año 2000 encuentra a Buenos Aires con sus calles transitadas por gente de bajos recursos: vendedores, mendigos, buscadores de sustento diario en la basura, chicos, mujeres y hombres en la calle, día a día. Ya no se trata de fenómenos aislados, sino de una realidad explicable tal vez por el deterioro de la educación, el cierre de industrias nacionales y el ingreso de productos extranjeros sin ninguna protección.
Las políticas de desindustrialización, reconversión, flexibilidad laboral, sumadas a la expulsión de mano de obra, además de producir desocupación masiva, han degradado la calidad de las relaciones laborales, con un impacto total sobre las condiciones de vida de los trabajadores argentinos.

La crisis del 2001 fue sólo un detonante, la desocupación ya es un hecho social.
En la Argentina del 2003 había once millones más de personas que vivían bajo la línea de pobreza que en el año 1999. Esto se debe a que el salario real promedio había caído a 150 pesos (un 30% menos). En ese mismo año 2 millones de familias recibían, y actualmente lo hacen, un subsidio financiado por el estado, con lo cual tenían, y tienen, que sobrevivir con una plata que claramente parece no alcanzar para mantener a una familia.
Todo parecía instalarse en una atmósfera de inseguridad a partir de la cual surgieron nuevas ideas: nuevos trabajos en la calle, y el incremento de personas en los trabajos de este tipo ya existentes.
«MI OFICIO ES LA CALLE»
Malabaristas, cuidadores de autos, vendedores ambulantes, limpiavidrios. Las esquinas de la Ciudad de Buenos Aires se caracterizan por un importante número de visitantes que se reúnen a diario para realizar su trabajo, el cual intenta darle una salida al trabajador y a su familia.
"Éste parece ser uno de los principios de la vida, el eterno fluir, sin tener grandes preocupaciones materiales, simplemente fluir…, si hay propina, perfecto; si no hay propina, igual... perfecto» contesta Matías, un malabarista que afirma que estudió 5 años acrobacia y esto ahora es el soporte para sus estudios universitarios.
Esta no es la misma situación para muchos de los otros trabajadores callejeros, que salen a las calles por un motivo más urgente: la comida del día, que en muchos casos no es solo para ellos, sino también para una familia a la cual mantienen con gran esfuerzo.
Santiago tiene treinta años y todas las mañanas sin importar la lluvia, el frío, o el intenso calor, sale de su casa rumbo a Juan B. Justo y Gorriti donde se encuentra con su primo, Víctor, para comenzar la jornada. Santiago tiene cuatro hijos, y Víctor dos, y son la razón por la que todos los días salen a ofrecer cañas de pescar y lapiceras a los transeúntes que caminan constantemente por esas calles, y a los automovilistas que ven a Santiago y a Víctor como a dos vendedores más.

Gabriel es un hombre de familia quien en este momento se dedica a la venta ambulante, pero, a diferencia de Santiago y Víctor, está estudiando y un día espera convertirse en enfermero.
En los semáforos de Recoleta se descubren algunos chicos de entre 7 y 10 años, que olvidan jugar, y transforman sus piruetas en un par de monedas que serán la comida del día.
En un tiempo estimado de dos minutos, lo que tarda generalmente un semáforo a esa altura de Libertador, los chicos realizan sus «shows» y recogen las monedas que los conductores les van dejando ante el ojo crítico de los padres, que posiblemente los esperan del otro lado de la calle. Generalmente estos chicos son el sostén económico del hogar, y la mayoría no están escolarizados.

Otra esquina: dos payasos, uno sobre otro, escupen fuego en un semáforo. Se acercan luego a una señora y le piden una colaboración, antes de que se aproximen demasiado, la automovilista cierra la ventanilla: cero colaboración.
En esta zona (Recoleta), es muy frecuente observar muchos de estos nuevos trabajos, que se instalan con más frecuencia los fines de semana, cuando también los artesanos legales e ilegales, presentan sus creaciones.
Los artesanos con puestos se quejan por la competencia desleal que enfrentan frecuentemente con los artesanos sin permisos, por las instalaciones frente a sus puestos interrumpiendo el acceso a sus productos y degradando el lugar. Allí, luego de la prostitución, la venta callejera es el motivo por el que más causas se inician en la justicia porteña. El gobierno enviará a la Legislatura, un proyecto para legalizar la actividad. Pero luego, se instala otra polémica, el cupo limitado de permisos.
La Defensoría del pueblo ha hecho numerosas denuncias para hacer efectivo el artículo 27 de la Constitución de la Ciudad, el cual promueve la protección e incremento de los espacios públicos. Se trata, en conclusión, de que los lugares comunes no se conviertan en tierra de nadie y puedan ser disfrutados por todos.
Hay muchas otras personas que dicen no estar de acuerdo con lo anterior: "Todos deberíamos replantearnos un poco de qué manera ayudar a esas personas que son víctimas, como muchos otros, del gran cambio del país que surgió en los últimos años",comenta Paula una artesana de Plaza Francia.
También está el barrio de Once, lugar que tiene los mismos reclamos que la zona anterior. Allí, se concentra la mayor cantidad de puestos ilegales, le sigue Florida, Av. Rivadavia y Av. Corrientes, entre otras.
El sindicato de vendedores ambulantes de la República Argentina (SVARA) quiere que esto se legalice, que se paguen los impuestos y que se deba demostrar con las facturas de compra, el origen de las mercancías, para evitar la venta de productos robados.

El gobierno no tiene cifras exactas sobre el número de vendedores ambulantes. Lo que sí asegura, es que las zonas de Liniers y la estación Retiro están mejor, y afirma que la zona de Once es la más complicada; sostiene que la cantidad de puestos aumentó un 5 % entre febrero y mayo de este año.
La venta ambulante en los medios de transporte público es cada vez más frecuente. José, ofrece caramelos de una marca conocida a una oferta de tres paquetes por un peso, «de acuerdo al día, y al estado de ánimo de la gente, me resulta más o menos fácil vender mis productos; pero apenas me alcanza para mantener a mi familia, compuesta por mi mujer que me espera en casa y mi hija de 5 años".


EL DIA A DIA
Para muchas personas un día de lluvia se asocia con: «mejor me llevo un paraguas», o en el mejor de los casos «me tomo un taxi», pero para muchos trabajadores callejeros un día de lluvia significa que la próxima vez tendrá que trabajar el doble por lo que no recaudó el día anterior. Esto le pasa a Ricardo un vendedor ambulante que todos los días arma su puesto en Cabildo y La Pampa ofreciendo ropa, junto a su cuñado, Gabriel, el estudiante de enfermería. "Si se me presentara la oportunidad elegiría volver a mi trabajo anterior, o a uno nuevo que me permita salir de las calles".
En el Parque Centenario está Demián, un joven malabarista que en ese momento se encontraba esperando sentado a que el semáforo se ponga en rojo, para comenzar su presentación. Mientras tanto descansaba en "su oficina": una piedra en la plazoleta.

Entre colectivos y automóviles ya van casi dos años y seis meses que ésta es su profesión. "Yo laburaba en el Ministerio de Economía y cuando pasó la debacle del 2001 me quedé sin trabajo.»


No es una sorpresa que ahora se esté dedicando a esto, siempre le gustaron los malabares, la acrobacia y el circo. Se empezó a juntar con amigos que estaban en el ambiente y poco a poco le empezó a tomar el gustito. « De un día para el otro dije: y bueno, no tengo laburo, estoy entrenando, me voy a hacer un semáforo»
La ganancia depende tanto del humor de la gente como del suyo, en una hora y media puede ganar tanto un peso como quince.
Demián ha recibido desde comida o plata hasta un escupitajo. «La gente está loca, están todos tan acelerados que algunos hasta son capaces de llevarte puesto con el auto. A un amigo le tiraron con un rifle de aire comprimido»

La crisis del 2001 dejó muchas consecuencias, personas que perdieron el trabajo, gente que tuvo que rebuscárselas en la calle.
La falta de sueños que tienen los chicos al abandonar sus estudios o al dejar de jugar para salir a trabajar, a los que les cuesta el sólo hecho de imaginar una primaria, a los adolescentes que estando en el colegio salen para ganarse unos pesos, o los universitarios que de esta manera pagan sus estudios.

Si los trabajos callejeros (las ventas ambulantes, limpiar vidrios, malabarear en las calles, y hasta los que trabajan en negro en distintas industrias) hacen que muchas familias puedan sobrevivir, aunque sus bajos salarios «les niegan» seguros de accidentes de trabajo, cobertura médica y expongan a sus hijos al trabajo callejero impidiéndoles educación, siguen siendo parte de una sociedad que tiene otra realidad, una nueva, la de la calle.
Mas allá de las estadísticas que los organismos puedan dar, las personas que viven en Buenos Aires sienten esta realidad. Es gente que a pesar de poder sobrevivir, está desamparada.
Esto lleva a preguntas actualmente sin respuestas: qué será en unos años de la vida de estos trabajadores, que sin importar el clima salen todos los días de sus casas rumbo al trabajo, y qué le tocará vivir a Gabriel y a sus cuatro hermanos y a todos los chicos que hoy, deben hacerse "adultos" por una razón de fuerza mayor: sobrevivir.

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